Educación VIP: los niños olvidados del Gobierno

La problemática de la pandemia vino a mostrarle al mundo lo frágil que puede ser el hombre frente a aquellos sucesos que escapan a su control, y también a poner de relieve los males que aquejan a cada nación desde hace años.

Sin duda, el COVID-19 arribó a la Argentina en un momento de transición clave: una economía devastada, una sociedad ideológicamente fragmentada y un momento político bisagra marcado por un cambio radical de gobierno. Un combo fatal, al que se suman años de abandono de dos sectores indispensables para el bienestar social y el crecimiento de un país: la salud y la educación.

La semana pasada, el ministro de Educación de la Nación, Nicolás Trotta, dijo muy suelto de palabras que las clases no volverán normalmente mientras no exista una vacuna contra el coronavirus; incluso teniendo plena conciencia de los pronósticos de los científicos: faltan muchos ensayos, y se estima que recién podría estar lista en 2021. La lectura que se desprende es que este año, los niños quedarán sujetos exclusivamente a las posibilidades que el entorno de sus hogares les ofrezca.

Lanzar este anuncio de manera mediática, con un tono de liviandad semejante, y conociendo la realidad educativa de nuestro país, es directamente un golpe bajo para aquellas familias que luchan por mantener el aprendizaje de sus hijos sin tener recursos ni herramientas. ¿O acaso los proporciona el Estado?

El discurso del ministro se ajustaría perfectamente a cualquier nación del primer mundo, con una economía de avanzada y pobreza cero, donde las inversiones en comunicaciones son moneda frecuente y la totalidad de la población está conectada. Claramente, nuestro país se encuentra a años luz de ese modelo.

Por el contrario, la realidad de los niños argentinos muestra un panorama desolador: el 55,8 por ciento son pobres, y dado el contexto actual, ese índice va a crecer. “Es evidente que la pobreza está aumentando, básicamente por el costo de los alimentos y por la baja de ingresos de las familias”, reconoció el ministro de Desarrollo Social de la Nación, Daniel Arroyo.

La pregunta que surge, entonces, es si Arroyo tiene línea abierta con Trotta, quien con una venda en los ojos, a la hora de tomar determinaciones pasa por alto que un menor que vive en esas condiciones no solo sufre hambre –lo cual impacta directamente en su capacidad de aprendizaje- sino que además, no tiene modo de acceder a las “clases virtuales” implementadas en países como Noruega, con los cuales el ministro de Educación sí tiene diálogo abierto para “nutrirse” de diseños que jamás podrían aplicarse en Argentina.

Hecho este análisis, cabe cuestionar: ¿qué recursos aporta el Gobierno para que tanto las familias como la comunidad docente puedan garantizar la continuidad pedagógica? ¿Qué respuesta tiene para aquellos niños que quieren aprender, no pueden ir a la escuela, no tienen acceso a la tecnología y quedan excluidos?

La ONU establece que la educación es un derecho de todas las mujeres y los hombres, ya que proporciona “las capacidades y conocimientos críticos necesarios para convertirnos en ciudadanos empoderados, capaces de adaptarse al cambio y contribuir a la sociedad”. Léase, convertirlos en seres preparados de construir un futuro próspero.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas reconoce que los Estados deben garantizar la educación a sus ciudadanos “mediante recursos, programas que se adecuen a su cultura, y asegurar que no se prohíbe a ningún colectivo de estudiar”. Lo cual no se está cumpliendo en Argentina.

Por lo pronto, en su última conferencia de prensa el presidente Alberto Fernández les dio una respuesta vaga e irónica a los niños del país. En tanto no haya clases presenciales, “que me sigan mandando dibujitos por Twitter”.

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