El arribo del Mesías al Estado

La democracia es una forma de gobierno por consentimiento. Consenso y disenso, las dos caras de la moneda del sistema, la cabeza bifronte de Jano. Regularmente existen elecciones que mediante el voto buscan saldar la diversidad propia de las sociedades. Algunos ganan, otros pierden, pero se acepta el resultado. Las libertades políticas y de prensa permiten que se expresen aquellos que están disconformes, esto constituye el acuerdo básico de una democracia. La arquitectura que proporciona los andamiajes para que este sistema funcione tiene dos elementos vitales, constituciones y partidos políticos. Sin instituciones ni políticos representativos, el gobierno del consentimiento no puede funcionar.

Esta caracterización de un sistema democrático está inspirada en el liberalismo clásico del siglo XX. Los pensadores políticos de este siglo le tenían pánico al populismo. La tiranía del pueblo se lleva puesto al disenso, a las instituciones, a los políticos responsables; el riesgo estaba ahí. Por lo tanto, todo este marco teórico no nos sirve para pensar y poder explicar la llegaba de Jair Bolsonaro al poder.

Ya lo había explicado Guillermo O’Donnell, la alternancia entre pretorianismo de masas y autoritarismos burocráticos parece ser el destino que signa a los países con mayor modernización de Sudamérica. La democracia tiende a devenir en populismo al inaugurar un tiempo de activación política de distintos actores que entran al juego político para maximizar sus beneficios lo que genera un aumento de la conflictividad y deja entrever la incapacidad del Estado para imponer orden y garantizar el desarrollo normal de la economía.

La larga marcha

Si se quiere interpretar el fenómeno Bolsonaro es preciso tener en cuenta dos procesos políticos contemporáneos que crearon las condiciones para su emergencia. De un lado, la lenta, gradual y segura transición a la democracia, digitada por los militares a partir de 1982 y consagrada en 1985 con la elección de José Sarney (candidato a vicepresidente de Tancredo Neves, político experimentado que enfermó gravemente muy poco antes de asumir).

Luego de dos períodos de inestabilidad, que incluyeron la irrupción y caída de otro “salvador de la

patria”: Fernando Collor de Melo, emergió con una gobernabilidad consistente durante dos mandatos Fernando Henrique Cardoso (PSDB) y su Plan Real, análogo a la Convertibilidad menemista. La gran diferencia con lo sucedido en Argentina a comienzos de siglo es que entre Cardoso y su sucesor Lula existió más una continuidad que un cisma, como el experimentado en diciembre de 2001 entre nosotros.

Desde la llegada al poder de Fernando Henrique Cardoso, en 1995, la política brasilera estuvo caracterizada por una dinámica centrípeta. Más de veinte años de un camino que por supuesto no fue lineal, porque del neoliberalismo atenuado de Cardoso al reformismo lulista hubo importantes diferencias, le permitió a Brasil crecer a tasas sostenidas, retomar el protagonismo geopolítico y, a partir de la llegada del PT al poder, emprender un gigantesco impulso de inclusión social.

El segundo elemento clave que explica el surgimiento de la ola bolsonarista es la consolidación del PT como principal partido moderno de Brasil, el único con bases sólidas en todo el país, capaz de aglutinar varias corrientes de la izquierda, con densidad intelectual y un activismo surgido de muy distintos estratos sociales. La estabilización del sistema político, entonces, implicó una polarización entre un partido ideológico de izquierda y un partido pragmático de centro. El dato a tener en cuenta es que la derecha ideológica permaneció excluida del juego de poder hasta que la lenta pero segura crisis de la representación hizo su trabajo para asegurarle un lugar en la escena.

Lo que sigue es un intento por comprender de dónde extrae Bolsonaro su fortaleza, cuál es el nuevo mapa del poder político en Brasil y qué puede acontecer cuando el ultraderechista que ganó gracias al apoyo popular asuma la presidencia el 5 de enero de 2019. En este sentido conviene recordar que Brasil cuenta con un sistema de pesos y contrapesos más caótico pero no menos exigente que el de Estados Unidos: 26 Estados (más el Distrito Federal) distribuidos a lo largo de un país de dimensiones oceánicas a cargo de gobernadores pertenecientes a una decena de partidos distintos, y un Congreso que amaneció de los comicios más fragmentado que nunca: el Partido Social Liberal de Bolsonaro contará con sólo 4 senadores (sobre 81 divididos en 21 bloques) y 52 diputados (sobre 513 divididos en 32 bancadas). El resultado de las elecciones muestra un panorama absolutamente estallado. Hasta ahora, la solución sui generis a este problema era el “presidencialismo de coalición”, es decir la integración al Ejecutivo de fuerzas de diferente orientación a cambio de periódicas transfusiones de gobernabilidad (Dilma llegó a tener 39 ministros de 9 partidos), en el que la corrupción funcionaba como lubricante. El Lava Jato, sin embargo, puso fin a esta dinámica.

Jair Bolsonaro creó algo nuevo. Es, sin dudas, un gran constructor de discursos. Su logro más evidente ha sido enhebrar los diferentes focos de crisis y demandas que se han venido gestando en la sociedad brasileña de los últimos años, y fundirlos en un mensaje innovador. Que lo convierte a él, por supuesto, en la inesperada solución a todos esos problemas. Su “conversión” al liberalismo económico es muy reciente, hace no demasiado tiempo Bolsonaro era etiquetado como un “nacionalista” que en el vocabulario político brasileño suele asociarse al estado desarrollista, proteccionista, geopolítico y militar. Sin embargo, el nacionalismo fue la fibra más fuerte de un “bolsonarazo” lleno de banderas, camisetas amarillas y metáforas futboleras. “Brasil y Dios ante todo” fue su denominación electoral y su slogan de campaña.

Recuperar a Brasil supone la destrucción del estado petista y la reivindicación de las gloriosas empresas brasileñas. El instrumento ya no puede ser el desarrollismo: las empresas, para resurgir, deben liberarse del yugo del Estado. Por eso, Bolsonaro introduce algo inusual en la política electoral latinoamericana: un Estado que no promete nada. No promete servicios, derechos laborales ni protección social. Solo armas libres, defensa, seguridad, combate a la delincuencia, reducción de impuestos y de costos de producción. Y la custodia de los valores morales, que en la cultura neo-pentecostal -de indudable influencia en esta elección- aparecen mejor resguardados por la familia, la alianza con Occidente y el emprendedorismo.

La pata religiosa

Dejando de lado especificidades teológicas, es necesario definir tres términos: protestantismo, evangélicos y pentecostalismo. El protestantismo -antecedente y marco histórico de conjunto de las iglesias evangélicas- es el movimiento cristiano que, a diferencia del catolicismo, basa la autoridad religiosa de forma exclusiva en la biblia. Entre las diversas ramas evangélicas desarrolladas en Brasil y Argentina como en casi toda América latina predominan los pentecostales. Esta rama del protestantismo se identifica por una posición: la de la actualidad de los dones del espíritu santo. En los hechos de Pentecostés narrados en el nuevo testamento los cristianos tuvieron señales y manifestaciones del Espíritu Santo. En la reivindicación de esta posibilidad el pentecostalismo basará su teología, su autonomización como rama evangélica y su influencia en otras ramas evangélicas incluso en el catolicismo.

Los evangélicos son más del 30 % de la población brasileña. El mundo de las iglesias evangélicas es heterogéneo en sus proveniencias, sus prácticas religiosas, sus modos de organización y de agrupamiento.

El marcado crecimiento del pentecostalismo se debió a tres razones. La primera es la extrema capacidad de localizar su mensaje movilizando a su favor los supuestos de las más diversas formas de símbolos religiosos de las sociedades latinoamericanas, especialmente de los sectores más populares. La segunda es la agilidad y adaptabilidad de sus formas organizativas en relación a la autonomía del sacerdocio. La tercera, que combina las dos anteriores en relación con el Catolicismo aprovecha las ventajas de los avatares católicos desde los años 60. Esto es: la espiritualidad militante cuya tierra prometida es el lejano paraíso terrenal se transformó en la opción de abandonar las filas del catolicismo para adherirse a una religiosidad más próxima culturalmente, más eficaz, más tangible con milagros cotidianos. El imaginario religioso pentecostal se regocija con imágenes del dios vivo que cura, provee, emociona y reencuentra a los hombres.

La politización evangélica se lleva adelante a fines de los años 80, donde las nuevas generaciones de pentecostales y evangélicos rompen con las ideas tradicionales de abstenerse a la actividad política y comienzan a movilizarse por causas religiosas ya que eran minorías tratadas en forma desigual y embanderando causas sociales y morales referidas a idearios de familia. Participaron de la constituyente porque temían la censura del catolicismo, apoyaron a Collor de Mello y fueron parte de la primera victoria electoral de Lula. Los evangélicos representaron una posibilidad que asentaba su eficacia en la producción religiosa de legitimidad política: la honradez, la familia, y la sacralización de las acciones políticas. Así se construyó la eficacia evangélica en la constitución de un electorado confesional.

La ruptura entre el PT y los evangélicos se fue dando al mismo ritmo que tuvo la desafección de una parte importante de la ciudadanía respecto del gobierno de Dilma Roussef: la crisis económica, los hechos de corrupción, la perspectiva de una derrota electoral de la alianza petista. Estas situaciones llevaron a los evangélicos a buscar otras opciones en una deriva que terminó en el apoyo de muchos de ellos a Bolsonaro en parte por oportunismo, en parte por antipetismo.

Un futuro incierto

¿Cómo hará Bolsonaro para concretar su promesa de bajar la edad de imputabilidad, flexibilizar la tenencia de armas, juzgar como actos terrroristas la ocupación de tierras y propiedades, proteger mediante una legislación especial a los policías acusados de violar los derechos humanos, eliminar la educación sexual de las escuelas y atenuar las normas de protección ambiental? ¿Podrá concretar un programa ultraneoliberal que incluye el congelamiento del gasto público, la privatización de empresas estatales y la creación de un sistema de capitalización individual de las jubilaciones, es decir una profundización de las reformas iniciadas por Michel Temer?

Bolsonaro deberá lidiar con potentes actores extra-institucionales. Si bien su conversión al neoliberalismo promete el apoyo del establishment, también deberá enfrentar a la exigencias de los industriales paulistas que exigen mayor protección ante las importaciones. Y por supuesto la resistencia de las organizaciones sindicales, los movimientos sociales, las ONG progresistas y parte de una opinión pública que ha demostrado tener mucha gimnasia a la hora de movilizarse.

Es necesario tener presente que la consagración de un personaje autoritario significa el estímulo de las fuerzas más retrógradas de la sociedad que van a sentirse habilitadas y saldrán empoderadas a la calle. Los movimientos sociales que utilizan la ocupación como parte de su repertorio de acciones (y otros métodos que rozan las fronteras de la legalidad y amenazan la propiedad privada) serán apuntados como blancos privilegiados y tendrán que extremar a su turno las medidas de seguridad. El activismo ambientalista ya comenzó a recibir serias amenazas, desde que el conglomerado victorioso se propone avanzar sobre la Amazonia luego de denunciar un complot ecologista internacional.

En suma, el nuevo gobierno amanece rodeado por un muro político, institucional y social, un perímetro duro que, considerado conjuntamente con el talante autoritario de Bolsonaro y la relación directa que ha logrado construir con una parte de la sociedad, sugieren la posibilidad de una forma de gobernar autoritaria-plebiscitaria en una sociedad fragmentada e interconectada, con los lazos de solidaridad debilitados y donde un estado de anomia con ausencia de un Leviathan, convive con arrebatos de furia anti-sistema y grupos de intensa politización, entre el nihilismo permanente y la explosión ocasional.

Gabriel Tolosa
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