Bolivia, en el tiempo estancado

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial”, escribió Gabriel García Márquez en El Otoño del Patriarca. En la misma obra describe: “removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza”. Este libro, presentado en 1975 casi al término de la ola de dictaduras en América Latina, logra -tal vez sin saberlo- describir la esencia subyacente y muchas veces desoída de numerosos episodios en la historia boliviana. Este es el relato de una sociedad cuasi amnésica y, paradójicamente, estancada en el pasado.

La primera característica se da a partir de la conciencia mesiánica compartida por la sociedad boliviana a la que se apela una y otra vez, a lo largo de la historia de nuestro país. Parece ser una tarea inasequible el reconocer patrones de comportamiento y discursos grandilocuentes en las promesas provenientes de aquellos a los que se eligen como líderes. La segunda, se relaciona con la inicial porque a partir de aquellas intervenciones sobre el ‘negro’ pasado, se establece una ilusión cegadora del cambio que, según sus alegaciones, sólo ellos pueden traer.

Claras muestras de esta naturaleza pueden ser leídas en la narrativa estatal desarrollada a lo largo del tiempo sobre las batallas de Boquerón, Cañada Strongest y el asalto a Nanawa durante la Guerra del Chaco. Pero un resultado más concreto en aquel periodo puede ser identificado en el apoyo gestado a partir del proceso judicial contra la Standard Oil Company iniciado por el entonces presidente boliviano José Luis Tejada.

La justificación de este procedimiento en un discurso expone una nítida instrumentalización del sentimiento de pérdida y generó una concepción de mártir que se perpetuó en el tiempo. Esto se vuelve aún más evidente con la dificultad de determinar el rol explícito de la internacional como causal del conflicto bélico.

No obstante, es en la culminación del denominado periodo ‘Sexenio’ y a partir de la Revolución de 1952 con el subsecuente gobierno del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), donde se pueden observar más claramente estas dos características. En primer lugar, el discurso dictado por el presidente Paz Estenssoro -de claro tinte nacionalista- cuando se anunció la nacionalización de las minas. Dicho documento condensa ciertas consignas sobre desarrollo y progreso que, son utilizadas hasta el día de hoy por aquellos que ostentan el poder.

Tanto esta acción, como las distintas reformas durante su gobierno, estuvieron acompañadas de una justificación anclada en el pasado. Por un lado, diferenciándose de los anteriores gobiernos y, por otro lado, comparando estas medidas con procesos trascendentales como la independencia. Todo para crear un ideal compartido de una Bolivia mejor.

Como James F. Siekmeir describe en su libro La Revolución Nacional y los Estados Unidos, el gobierno del MNR terminó su mandato tomando una ruta completamente distinta a su línea ideológica solidificada para 1951. Las “reformas neoliberales” desarrolladas para asegurar el flujo de ayuda proporcionada por Estados Unidos, fueron medidas completamente olvidadas por la población boliviana que, no solo volvió a elegir a las cabezas en 1982 sino que, continuó considerando esta organización política como opción para formar un gobierno hasta el 2002.  Incluso ahora, el periodo de su gobierno durante los años cincuenta es sostenido en estima, considerándolo casi en un periodo de gloria. Bolivia solo recuerda las medidas tomadas en un principio, las cuales efectivamente transformaron al país, pero no termina el relato y evita mencionar la distorsión a la que llegó ese proyecto a principios de los años sesenta.

En la segunda parte del siglo XX, un periodo marcado por los gobiernos militares dictatoriales, uno de los más cruentos y largos para estándares bolivianos fue el de Hugo Bánzer desde 1971 hasta 1978. La calma con la que se aceptó la coalición que le permitió un ascenso democrático al poder en 1997 y su permanencia como mandatario durante 12 meses, es una de las muestras más explícitas de cómo un país puede olvidar la muerte y la represión vivida años antes.

La desmemoria de la sociedad boliviana es algo palpable inclusive hoy cuando se piensa en candidatos presidenciales y su capacidad de manejar el poder. Así, cuando García Márquez menciona “la brisa de muerto grande y de podrida grandeza” y se piensa en la historia boliviana: la primera aseveración constituye la ceguera general para reconocer autócratas en potencia y, la segunda, la justificación que se la da a la permanencia de esa invidencia. Es el discurso que se repite y nos repetimos: la prédica victimaria y él esbozo de una ilusión del porvenir distinto, mejor pero no menos ficticio.

Catalina Rodrigo Machicao
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