La actividad política siempre invita al debate y eso supone fijar posición sobre cualquier asunto que se instale en la disputa pública. Queda muy claro que quien quiera contribuir con su visión está habilitado para hacerlo, pero el valor que se le asigna a cada mirada está condicionado por quien la manifiesta independientemente de su contenido.
No hay duda alguna de que todos pueden explayarse sobre lo que sea. Eso no está en tela de juicio. No se trata de limitar esa posibilidad sino de comprender, que como sucede en la vida cotidiana, no todas las posturas son valorizadas del mismo modo por la sociedad.
Algunos creen que pueden hablar cualquier tema y que por el sólo hecho de exponer su percepción, estas deben ser consideradas válidas. Esto está basado en una arrogante actitud que pretende imponer a los demás una lógica imperativa absolutamente fuera de lugar.
Así como sucede en el ámbito económico, en el que es relativamente simple identificar al mercado como ese espacio abstracto en el que unos ofrecen y otros demandan, también ocurre un idéntico fenómeno en el espectro de las controversias en las que conviven perspectivas diferentes que pueden ser calificadas únicamente por quienes se ubican desde el rol de observadores.
Allí también hay una mecánica que gira secuencialmente en el tiempo. Es que la gente no siempre piensa del mismo modo. A veces, la realidad se presenta de una manera contundente y esa situación obliga a revisar los paradigmas con los que se analiza el presente.
Esas transformaciones ocurren inexorablemente. Lo que antes era políticamente incorrecto hoy puede ser completamente razonable y a la inversa. A lo largo de la historia se reconocen estas coyunturas que dan fe de esa tradición tan frecuente.
Tal vez ahora la novedad tenga que ver con la velocidad con la que van operando estas mutaciones muchas veces espasmódicamente, respondiendo a impulsos transitorios, de dudosa durabilidad. Pero lo cierto es que esto no escapa a una lógica que es ancestral, aunque cabe reconocer lo vertiginoso de esta singular era de la humanidad.
En ese contexto llama profundamente la atención que quienes no tienen autoridad moral alguna para exigir resultados, pretendan convertirse en los abanderados de ciertas loables causas cuando han sido los verdaderos responsables de esta inadmisible debacle.
Que quienes gobernaron por décadas hablen de inflación y pobreza, de decadencia y caos, de desarrollo y progreso suena como un chiste de mal gusto. Los que han tenido no solamente la posibilidad de conducir procesos políticos, sino de influir fuertemente en el rumbo deberían tener al menos el decoro de llamarse a silencio.
Esto obviamente tiene múltiples explicaciones. En algunos casos su vocación de poder es tan potente que les impide retirarse del juego, ya que eso implicaría asumir que no fueron capaces de resolver nada durante su patética estadía en el poder. Admitir la inutilidad propia no es una tarea sencilla. Requiere de humildad y autocrítica, virtudes de las que carecen a todas luces.
Eue quienes gobernaron por décadas hablen de inflación y pobreza, de decadencia y caos, de desarrollo y progreso suena como un chiste de mal gusto. Los que han tenido no solamente la posibilidad de conducir procesos políticos, sino de influir fuertemente en el rumbo deberían tener al menos el decoro de llamarse a silencio.
Esto obviamente tiene múltiples explicaciones. En algunos casos su vocación de poder es tan potente que les impide retirarse del juego, ya que eso implicaría asumir que no fueron capaces de resolver nada durante su patética estadía en el poder. Admitir la inutilidad propia no es una tarea sencilla. Requiere de humildad y autocrítica, virtudes de las que carecen a todas luces.
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