El imperativo de la austeridad

Siempre debió ser así, pero hoy, una demanda cívica insaciable reclama a los representantes del pueblo una sobriedad ejemplar. Cada votante se ha convertido en el mejor centinela de ese atributo. Algunos gobernantes ya tomaron nota, otros prefieren hacerse los distraídos.

En las democracias más maduras esta dinámica tiene una larga tradición. Lamentablemente son las menos y por eso aún persiste esta inercia derrochadora tan perversa como insensible en tantas naciones que no comprenden la centralidad de esta temática.

Los medios que permiten al Estado, en cualquiera de sus estamentos, financiar su acción provienen de impuestos, endeudamiento o emisión monetaria espuria. En todos los casos lo terminan pagando inexorablemente los que generan riqueza, los que producen.

Por más pirueta retórica que se intente instalar todo lo que se gastan los gobiernos provienen de esas fuentes y por lo tanto, lo menos que merece un “contribuyente” es que eso que tanto esfuerzo personal le ha costado, no se dilapide aplicándolo sin criterio alguno irresponsablemente.

Es sabido que el argumento clásico dirá que los tributos permiten abonar los salarios de los maestros y de las fuerzas de seguridad, de los trabajadores de la salud y de los servidores públicos en general. También repetirán que gracias a eso se construyen hospitales y escuelas, comisarías y caminos.

La gente lo entiende y hasta lo avala, pero luego bajo ese razonable planteo aparecen mágicamente los autos oficiales y los choferes, el despliegue de la comitiva de aduladores y el ejército de militantes que parasitan aprovechando la opacidad de la información pública.

Durante mucho tiempo se naturalizaron estas nefastas prácticas. Cierta resignación hizo que todos aceptaran con mansedumbre ese abuso de poder de quienes ostentan las máximas jerarquías. Pero eso parece haber encontrado un límite y las reglas empiezan a cambiar.

Un hartazgo que atraviesa todas las capas sociales se ha convertido en un mecanismo que se expresa en las urnas castigando sin piedad a esos personajes que son considerados el símbolo de esas malas formas de hacer política.

Soplan vientos en otra dirección y lo que antes era tolerado sin chistar comienza a mutar. Las redes sociales, la rebeldía juvenil, la democratización de la información y la impunidad se han conjugado de tal manera que ese cóctel de diversos ingredientes hoy ha estallado.

El desprestigio de la política no se explica sólo en los pésimos resultados de la gestión sino fundamentalmente en una percepción de que los que llegan al poder lo hacen para hacer negocios y para usar las arcas públicas para provecho propio, mejorando su calidad de vida a expensas de los que trabajan sin privilegio alguno.

Algunos políticos astutos han entendido este mensaje y entonces comprenden que su vida pública debe ser normal, transparente y sobre todo muy cuidada. Sus votantes no aceptarán ostentación ni aplaudirán lujos inaceptables. Criticarán cualquier despropósito y esperan que la política deje de ser lo que fue hasta acá para intentar ser mucho mejor que antes.

Sin embargo, otros políticos, resisten esta tendencia. No lo hacen por necedad sino más bien por necesidad. Vinieron para apropiarse del patrimonio de todos. Aspiran a “salvarse”, a enriquecerse apelando a esquemas de corrupción estructural que pululan. Han visto como lo han hecho sus predecesores y no tienen duda de que han llegado a sus cargos para lucrar con esa ocasión probablemente transitoria y única.

Minimizan lo que los demás dicen a viva voz, le quitan relevancia justamente para seguir operando como siempre, del mismo modo, sin contemplaciones. Han engañado tantas veces a la sociedad que confían en que sus redes y acuerdos los eximirá de rendir cuentas.

En el fondo subestiman a los votantes. Los consideran manada y están convencidos de que distribuyendo dinero a mansalva comprarán voluntades como en el pasado y así perduran por décadas manejando a la mayoría como se les plazca.

Habrá que decir que la historia del país, valida parcialmente esa forma de analizar la realidad. Pero quizás haya que abrir la cabeza para advertir que todo está girando a gran velocidad, que las nuevas generaciones son menos cobardes que las anteriores, que el cansancio ha derivado en bronca y que cuando las comunidades dicen basta el cambio no tiene reversión posible.

Subestimar esta tendencia puede ser peligroso para los depredadores seriales. Los ciudadanos están atentos a lo que pasa a su alrededor, están vigilando el comportamiento de los funcionarios, son cruelmente críticos y no tienen temor en “escrachar” en público a quienes desprecian.

Esos personajes que antes caminaban por las calles presumiendo su falsa importancia ahora se esconden por temor a las represalias de una sociedad que esta desilusionada de sus líderes, que aborrece la política por este tipo de actitudes y hasta cuestiona a la democracia por los mismos motivos.

En este contexto los buenos políticos tienen una oportunidad fabulosa de recuperar la esencia de esa actividad que nació para ayudar a las comunidades a desarrollarse. Cuidar el dinero de la gente es símbolo de respeto al trabajo ajeno y un gesto que habla de la ética y la moralidad de los dirigentes.

A los que no registren lo que está sucediendo y decidan continuar con las mañas de siempre les espera el repudio y el ostracismo. La gente ya los tiene identificados y muchos están cerca del retiro forzado de la política. Aunque se enojen esto ya está pasando.

Alberto Medina Méndez
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