Ambas indisimulables falencias de esta era no ayudan a encontrar una salida razonable a los inagotables dilemas del presente. En casi cualquier conversación cotidiana en la que se analice la controversial historia local, la compleja coyuntura o el panorama de un porvenir posible, estas cuestiones aparecen invariablemente en la escena.
La concepción de que faltan líderes que se hagan cargo de encabezar un proceso de recuperación con grandeza y honestidad es recurrente. Claro que se trata de un debate que admite diversos ribetes bastante polémicos.
No menos cierto es que la sociedad espera con ansiedad el surgimiento de gobernantes que puedan estar a la altura de las circunstancias y que sean capaces de enfrentar con éxito la larga nómina de retos aún vigentes.
Convive con esta eterna esperanza una altísima dosis de resignación cívica ante el fenómeno del creciente desprestigio de la actividad política, en especial respecto de sus principales protagonistas y eventuales sucesores.
Esto es bastante lógico visto desde la perspectiva de los ciudadanos. Ya no tienen fe en los dirigentes contemporáneos, y al mismo tiempo necesitan creer en quienes puedan ofrecerles un puente hacia ese futuro anhelado.
La credibilidad en los políticos se ha perdido a partir de una combinación de sucesos tan tristes como irrefutables. Por mucho que se esmeren en negarlo, y hasta se ofendan, la negativa percepción popular es abrumadora.
En ese cóctel se mezclan promesas de campaña incumplidas con gestos demagógicos, sus contradicciones jamás aclaradas y el apego a la mentira, su irresponsabilidad al gastar dinero estatal y su inocultable corrupción estructural, el cínico discurso democrático con su actitud autoritaria.
Culpar a los medios de comunicación, a los periodistas, o peor aún, tildar de antisistema a todos aquellos que utilizan descripciones cotidianas para denunciarlos es otra conducta arrogante de quienes no han sido capaces de reconocer sus alevosos desaciertos, asumiendo genuinamente el incidente.
Algunos de esos tópicos son endémicos y difícilmente se pueda esperar grandes metamorfosis al menos en el corto plazo. Erradicar esa parte de la corrupción utilizada para financiar a los partidos políticos es hoy una utopía, y hasta que otra generación no proponga algo distinto, todo seguirá igual.
El proselitismo que precede a las votaciones ha invitado al uso de un recurso indigno, que encuentra complicidad en una comunidad ingenua. Que un candidato se comprometa con una meta inalcanzable no sólo se desprende de los escasos escrúpulos del postulante, sino también de un electorado infantil dispuesto a comprar cualquier ilusión. En este caso se depende absolutamente de la sensatez y madurez de la comunidad.
Pero tal vez, de esa grilla diversa de problemáticas acuciantes hay una que está en manos de la dirigencia y que se constituiría en una contribución gigantesca y una bisagra clave para interrumpir esta nefasta secuencia.
Los archivos repletos de declaraciones periodísticas y de viejos alegatos, que la tecnología pone hoy a disposición de todos, muestra una cara horrible. Algunos suponen que la tragedia deviene de que dicen cosas diferentes a las que hoy afirman, pero no esta justamente allí el drama.
Todos los individuos mutan a diario en sus opiniones. Nadie debería exigirle a los demás una prédica lineal e imperturbable durante años. Esa no sería una señal suficiente para demostrar coherencia.
Replantearse una postura y arrepentirse de lo dicho no es un pecado. En algunos casos inclusive no hacerlo sería imperdonable. Mantenerse en una posición o girar abruptamente no dice intrínsecamente nada ni del asunto, ni mucho menos de su interlocutor.
El pensamiento evoluciona siempre y es de personas de bien aceptar la imperfección de la especie humana. La necedad y la obstinación no suelen ser buenos consejeros en la búsqueda de esa verdad siempre esquiva.
Cierta frágil teoría que se ha impuesto en la comunicación ha convencido a los políticos de que reconocer errores o cambiar de visión es un signo de debilidad. Cuando esa situación se asume con dignidad, no sólo se convierte es una fortaleza, sino que es sinónimo inobjetable de integridad.
En definitiva, esta inercia del presente tiene múltiples responsables. Claro que la política no puede hacerse la distraída y culpar exclusivamente a los votantes por este patético resultado. Tienen sobre sus espaldas el mayor peso de este desastre y eso no deja mucho margen para la discusión.
Es allí donde la carencia de liderazgos se hace evidente. Los líderes no piden permiso y llevan adelante transformaciones trascendentes a pesar de los berrinches de una sociedad y no necesariamente gracias a ella.
Hay mucho por hacer. Todos deberían entender que tienen bastante por revisar y mucho mas aún por modificar. Políticos y ciudadanos son parte del mismo barco. Si eso no ocurre ahora mismo, nada mágico sucederá y la condena a una continuidad interminable estará garantizada. Las grandes reformas con las que muchos dicen soñar requieren de un coraje a prueba de todo y de un esfuerzo perseverante que, al menos hasta hoy, brilla por su ausencia en estas latitudes.
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