La educación terciaria y universitaria en Argentina está en un momento clave, caracterizado por el acceso creciente, pero con desafíos significativos en términos de calidad, retención y equidad. Si bien el sistema ha logrado abrir sus puertas a una mayor cantidad de estudiantes, especialmente aquellos que son primera generación en acceder a estudios superiores, las tasas de deserción y graduación revelan una situación preocupante.
Entre el 48% y el 62% de los estudiantes que ingresan a las universidades públicas provienen de familias sin antecedentes universitarios.
Esta expansión del acceso es positiva, pero solo el 60% de los estudiantes completa el primer año de carrera, lo que pone en evidencia un problema en la retención y en la preparación con la que llegan a las instituciones.
Este déficit se remonta a la formación secundaria, donde muchos estudiantes no adquieren las competencias necesarias para afrontar las exigencias académicas de nivel superior.
El contexto socioeconómico también juega un papel importante en esta problemática. Las desigualdades regionales y económicas son evidentes, con una infraestructura educativa muy variada y el acceso desigual a herramientas tecnológicas, particularmente exacerbado por la pandemia.
Además, la baja tasa de graduación, que alcanza apenas al 24% de la población adulta, contrasta con otros países de la región y del mundo, lo que sitúa a Argentina en el puesto 36 entre 44 países en términos de graduados terciarios.
Por otro lado, existe una relación directa entre el nivel educativo y las oportunidades de empleo. Cuanto mayor es el nivel de formación, mayores son las probabilidades de conseguir un trabajo. Esto refuerza la necesidad de que se implementen políticas que no solo fomenten el ingreso a los estudios superiores, sino que también garanticen la finalización de los mismos.
El sistema universitario argentino, sin embargo, no se enfrenta únicamente a un problema de cantidad, sino también de calidad. La preparación que los estudiantes reciben en el nivel secundario no es suficiente para afrontar las exigencias académicas de la educación superior. Además, la falta de modernización en las currículas universitarias, la duración extensa de las carreras y la rigidez de las instituciones generan una desconexión con las necesidades de los jóvenes y del mercado laboral. Implementar reformas que flexibilicen los planes de estudio, incorporen más tecnología y adapten los programas a las realidades actuales puede ser la clave para reducir la deserción y mejorar la competitividad del país.
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