El cosplay de la política

En la Argentina de hoy, la política se parece cada vez más a una convención de cosplay. No en un sentido humorístico, sino literal: líderes y candidatos que se visten, hablan y actúan como si fueran personajes que representan algo que ya no son. Se reproducen gestos de otro tiempo, frases hechas y estéticas forzadas, como si bastara con disfrazarse de una idea para que esta volviera a tener sentido.

Javier Milei es quizá el emblema de esta era. Con un tono cuasi mesiánico, apelaciones religiosas y un enemigo omnipresente –el Estado, la casta, el otro–. Su look desalineado, su motosierra y su insistencia en “no transar con nadie” lo construyen como personaje más que como presidente. Es performance pura, que gana por saturación.

Pero no está solo. Cristina Fernández de Kirchner reaparece en escena como candidata, apelando a su épica pasada, como si el tiempo no hubiera pasado. Sus discursos reivindican una mística que aún moviliza, pero que sufre el desgaste de una fuerza que ya no gestiona ni renueva. CFK no encarna hoy un proyecto de futuro, sino un retorno a su propia versión de 2010, como si pudiera congelar la historia y volver a ocupar su lugar en el relato.

En el medio, aparecen también imitadores de imitadores. Patricia Bullrich insiste en su papel de sheriff urbano, a veces con declaraciones que rozan el ridículo. Axel Kicillof oscila entre la remera del militante universitario y el traje del gobernador racional, pero sin lograr definir un estilo propio que trascienda el personaje. Incluso Horacio Rodríguez Larreta, que intentó encarnar la figura del “gestor sobrio”, terminó opacado por su falta de épica en un mundo que ya no premia la moderación.

La política se ha convertido así en una guerra de personajes: todos disfrazados de algo, pero pocos dispuestos a desnudar ideas. No importa tanto el plan como la pose. No importa tanto el resultado como el eslogan. El lenguaje se degrada, las propuestas se vacían y el marketing lo rellena todo.

El problema no es sólo estético, es profundamente político. Cuando se banaliza la política al nivel del disfraz, lo que se pierde es la confianza ciudadana. Se refuerza la sensación de que todo es actuación, todo es mentira, y entonces crece el desinterés, la apatía, el “todos son iguales”.

Frente a este escenario, cabe preguntarse: ¿quién se anima a romper el guion? ¿Quién deja el cosplay y asume el riesgo de ser genuino, imperfecto pero real? Porque sin verdad, sin proyecto y sin cuerpo, la política no conmueve, no transforma, no lidera.

Maxi Mosdien

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